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La guirnalda de luces de colores que encendió todo

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Un día, después de mucho tiempo y sin planearlo, volvió a encender la guirnalda de luces de colores que compró hacía un par de años, la que puso para (mínimamente) decorar en Navidad el mini apartamentito donde vivía,  y dónde no cabía un alfiler. Nunca más la sacó.

Ese día, un martes previo a un día de fiesta laboral (sus días de fiesta siempre eran entre semana), se compró un vino (estaba aprendiendo a degustarlos, sin recomendaciones, sin guías… compraba, degustaba y decidía si los ponía en su lista de vinos para repetir), encendió las luces de colores y se puso música. Casi nunca se sentaba a escuchar música porque sí.
Se servía el vino en la copa en pequeñas dosis. Le gustaba más así, sirviéndose un cuarto de copa cada vez.

En un momento, a propósito de otra cosa, ecordó el anillo de su abuela, el que había forjado ella hacía décadas, cuando era joven y trabajaba en una joyería de Córdoba. Lo fue a buscar y se lo puso en el anular izquierdo. Mientras veía que le bailaba un poco pensaba en si ese anillo estaba hecho a la medida del anular de su abuela. Deducía que seguramente sí. Y mientras lo seguía mirando, bajo la perspectiva del vino, pensaba en que ese anillo perfecto, al que no le faltaba ni una piedrecita, el que no presentaba ni un arañazo, ni una imperfección a través de los años; ese anillo, era asimétrico. Descubrió la asimetría en una bolita pequeñita y dorada, que presentaba el anillo en uno de los dos lados, que a primera vista parecían ser perfectamente simétricos. Y pensó en que había algunas cosas que aparentaban ser eso, perfectamente simétricas, pero que finalmente siempre había algo que las desviaba hacia uno de los dos lados. Encontró en ese anillo una metáfora estupenda de la vida.

Y recordó, también, la conversación hacía unas semanas con su tía, que aseguraba que abuela (la forjadora del anillo) y nieta (la portadora del mismo en ese preciso momento) tenían el mismo perfil (frente, nariz, boca). Y recordaba la foto que su tía le había mandado de un cuadro que alguien pintó de su abuela cuando era joven. Y recordaba que cuando vio esa foto en la pantalla de su celular (desde hacía algunos años era celular, y no móvil) se dio cuenta de que era cierto, el perfil de ambas era casi idéntico. Y miraba el perfil de su abuela, y miraba el anillo, y pensaba que, con todos los defectos que su abuela hubiera podido haber tenido, fue una persona mágica.

Y pensó que hacía mucho que no escribía. Y escribió mientras el anillo de su abuela le bailaba en el anular izquierdo.

 

La Revolución

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Sin haber tomado nunca la decisión, había decidido conservar hasta el fin de sus días a un amante de cada década.
De la primera década de su existencia, por razones obvias, no había amante. De la segunda no conservó ninguno, quizá porque los que tuvo fueron todos muy malos.
Sí conservó en su vida a un amante de primeros de sus veinte. Veintidós o veintitrés eran. Alguna vez estuvo enamorada de él, eso creía ella, eso creía recordar. Ahora, tras décadas de distancia, sabía que de alguna manera, un trocito de ella (el trocito de veintidós o veintitrés) lo seguía amando como entonces. Hubo piel, mucha, y eso no se borraba con los años.

También conservó un amante de los treinta. Treinta y cuatro. Era otra cosa. Sin enamoramiento como el de los veintidós (o veintitrés), pero con amor también. Desde el principio fue su voz (lo primero que conoció de él) lo que la atrapó, luego sus palabras, su forma de expresarse, su manera de pensar. Se creó una imagen tan potente de él que, años después, cuando por fin se conocieron en persona, no importó nada más. No importaron los defectos, no importaron las imperfecciones. Todo estaba armado ya en la mente de ella, y era demasiado fuerte como para entrar en detalles superficiales.

Su último amante fue de sus cuarenta. Cuarenta redondos. En este caso fue él quien la cortejó a ella (ella siempre se dejaba). Sin rodeos, sin tiempo para conocerse, o para enamorarse, o para escucharse, o para saber qué pensaba uno u otro sobre tal aspecto de la vida. No hizo falta porque el primer día que se cruzaron, de alguna manera ya entendieron todo eso, de alguna manera ya lo sabían. No era la primera vez que les pasaba y llevaban esa ventaja. Y se tomaron. Sabían que para siempre.

No hubo más amantes desde aquél. Quizá porque la edad apacigua algunas cosas, quizá porque ya había encontrado todo lo que necesitaba encontrar en ellos tres. No hubo más amantes, pero los encuentros con los tres, con sus tres décadas, se dieron a lo largo de toda su vida. Nunca demasiado a menudo, nunca demasiado programado. Observado en conjunto, eran dosis servidas con cuentagotas a lo largo de su línea de tiempo. Pero los necesitaba como si fueran el 2 del O2. Nunca pudo excluirlos, nunca lo intentó tampoco. Ellos tampoco pudieron, aunque lo intentaran. Desaparecían por algún tiempo, pero siempre, tarde o temprano, volvían. La amaban, y ella a ellos. Aunque sabía que no iba a terminar su vida con ninguno, sabía que era alma gemela de todos. Todos locos, todos inquietos, todos inteligentes, todos artistas, todos pensadores. Todos locos, ella loca por todos y ellos locos por ella.

 

Al final de su vida, cuando creía que ya lo había entendido y aprendido todo, descubrió que siempre estuvo buscando lo mismo en sus amantes, que todos eran una versión distinta de una misma cosa con la que ella no era compatible, pero que deseaba incontrolablemente, aún siendo anciana. Lo había deseado siempre, era esencial, sumamente esencial. Por eso los necesitaba a todos. Por eso, por pocos momentos que pudiera compartir con ellos, no podía no tenerlos. Por eso seguían erotizándola, más allá de las canas, más allá de la piel arrugada y la frágil delgadez. En su mente seguían siendo jóvenes y ardientes, y entrañables. Necesitaba sus tres décadas, necesitaba sus tres amantes.
Uno de ellos le dijo una vez que ella era la revolución, la que provocaba todo eso. Y es que no había nada más revolucionario que el amor cuando el odio manipulaba títeres. El amor en cualquiera de sus formas. Tanto amor tenía dentro, que murió de amor a los ochenta y seis. Habiendo amado absoluta y locamente. Absoluta y locamente amada.

 

 

¡Feliz 2015!

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Quería desearos un feliz 2015, aunque sea con algunos días de retraso. El hecho de que viva en el culo del mundo y de que este año sólo haya publicado 4 entradas (gracias, resumen anual de Wordrpress, por decirme las verdades a la cara; me sonó a reprimenda), no quiere decir que me olvide de vosotros.

Faltan dos días para los Reyes. ¿Qué vais a pedir?

Lo de la foto es una opción. Regalo ideal para los más pequeños de la casa, made in China.

No son jodíos ni ná, los chinos.

MiaaaaCHFFFF!!

MiaaaaCHFFFF!!

PD: Obsérvese carita sonriente del niño chino junto a los intestinos del gato.

PD2: Quizá alguien piense que es una tomadura de pelo que felicite las fiestas con una entrada tan absurda. Es cierto, es absurda. Pero lo primero que pensé cuando vi esta foto es en que debía subirla aquí,como en los viejos tiempos en los que publicábamos todas las frikadas que se cruzaban en nuestras vidas. ¿Veis? Os tengo en mi mente, aunque escriba poco.

La báscula

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Cuando era pequeña, íbamos a comer todos los domingos a casa de mi abuela paterna. Vive en el Raval desde hace 60 años, uno de los barrios de conforman el casco antiguo de mi ciudad natal. Un barrio de gente trabajadora, inmigrantes, mucha mezcla cultural. Un barrio muy querido por muchos, sobre todo por los que siempre han vivido allí o por los que hemos estado ligados a él durante toda nuestra vida. Hoy he recordado una anécdota de aquellos tiempos. Una especie de ritual que hacíamos todos los domingos, antes de subir a casa de mi abuela. En una de las calles que dan a la Rambla, arteria principal del centro de Barcelona, había un porchecito medio escondido. No recuerdo si era en la calle del Carme, cerca del famoso Mercat de la Boqueria. En dicho porchecito se ubicaba una báscula gigante, muy grande. Parecía más grande aún vista desde los ojos de una niña. Todos los domingos íbamos a esa báscula a pesarnos. Era divertidísimo. Me subía a esa plataforma cuadrada. Al hacerlo se movía la base, con ese vaivén de las básculas de antes, ¿os acordáis? Una vez arriba, me quedaba quieta, mirando la aguja gigante que marcaba mi peso, y observando también parte del mecanismo que quedaba a la vista. Era una báscula genial. Hoy buscando por internet he encontrado la fotografía de ese tesoro en un blog. Actualmente la tienen en las oficinas del Mercat de la Boquería. Al parecer pertenecía a la Joyería y Relojería El Regulador, en Las Ramblas 37. El local fue después ocupado por la joyería Bagues hasta hace relativamente poco y actualmente es un hotel. Fue tan conocida y significativa que al edificio se le conoce con dicho nombre. Ésta es la báscula. Imaginaos a la pequeña Pecosa, subiéndose ahí arriba todos los domingos. ¿Puede haber algo más divertido?La báscula La báscula (detalle)

La ciudad de la furia

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Dicen que en España hay un bar por cada 140 habitantes. en Buenos Aires debe haber una pizzería por cada 140 habitantes.

Buenos Aires sabe a pizza, a la de muzza. Bien esponjosa y con mucho queso. No hace falta nada más. Bueno sí, una porción de fainá (una especie de «pan» hecho de harina de garbanzos con la que se acompaña la pizza) y una cerveza bien fría, a poder ser una Imperial, o una Stella Artois, o una Heineken.

Buenos Aires huele a libros viejos. La Avenida Corrientes está completamente inundada de librerías de ocasión, con libros y revistas de segunda mano. Librerías que permanecen abiertas hasta la madrugada. ¡Hasta la madrugada!

Buenos Aires suena a tango. Mientras esperaba el tren en una estación, unos chicos tocaban la guitarra, el violín, el bandoneón. Las personas que esperaban como yo se acercaban y vaciaban sus mentes al son de la música. Uno sabe cuando alguien vacía su mente y se limita a dejarse invadir por una melodía, esas cosas se leen en los ojos. Ninguno era turista. No se trataba del típico turista acercándose al folclore del país que está visitando. Eran argentinos disfrutando de su música. Los envidiaba, en España no vi nada parecido.

Buenos Aires te llena la vista de luz, de espectáculo. Está inundada de teatros, de cines, de conciertos, de fútbol. La misma Casa Rosada es un espectáculo. Por la noche se enciende, poderosa, hermosa, femenina; llenando de rosa potente los ojos de aquél que la mira.

Buenos Aires tiene ese calor del mate, de las cafeterías de antes, de la madera, de la piedra.

La ciudad de la furia, que decía Cerati (que en paz descanse, por fin), me enamoró. Es gigante, tan descomunal que impresiona verla desde el avión. Colosal, llena de vida. Imposible verlo todo en tres semanas. Lo cual sólo me deja una opción: tendré que volver.

Cúpula de un edificio en Avenida Rivadavia, Buenos Aires.

Cúpula de un edificio en Avenida Rivadavia, Buenos Aires.

Ssssssh…

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Ya pasó el verano. Otro más. Un verano que más que verano fue otoño. Ahora el otoño adelantó la nieve invernal. No me quiero imaginar lo que será el invierno cuando llegue.

Recuerdo el verano pasado, mi primer verano patagónico. Fue increíble. Usé todas las camisetas de tirantes, vestiditos… incluso las sandalias que tanto dudé en traerme. Venía de un verano intensísimo en Barcelona (ese infierno que casi me hace perder el conocimiento en plena calle en un par de ocasiones), y empalmé con un verano inolvidable: sin viento (algo muy de estos lares), sin frío (algo muy de estos lares) y con muchos temblores (algo muy de estos lares). No te acostumbres, los veranos aquí no son esto, me decían. Y tenían razón. Este verano ha sido todo lo contrario: viento (cuando digo viento digo más de 80 Km/h), frío (cuando digo frío digo 0º), lluvia (muy soso, sin rayos ni truenos; aquí no hay tormentas eléctricas, nunca)  y ni un temblor sísmico. Un rollo.

 

Empapada de verano. 2013

Empapada de verano. 2013

De alguna manera preferí que así fuera. El trabajo me dejaba poco tiempo para disfrutar del lugar y del verano, así que me daba lo mismo. Y estar en el hotel cuando llueve y hace frío es genial.
Ahora que ha terminado la temporada alta aún me gusta más ir a trabajar. Hay muy poca gente en el hotel, lo cual lo hace más tranquilo. Es un hotel enorme y precioso, muy de película.
Me encanta trabajar en el turno tarde, mi turno habitual. Entrar al mediodía, recibir a la gente que llega, recomendarles dónde cenar, darles las buenas noches… Y quedarme sola. Quedarme sola en un hotel por la noche es una de las mejores cosas que he experimentado hasta ahora. Disminuyo la intensidad de las luces del vestíbulo (con una de esas rueditas que la gradúan), apago el hilo musical y leo, o tomo un café, o no hago nada. Simplemente escucho el silencio. A veces salgo afuera, la luna se ve enorme aquí, tan al sur.
El silencio es una de las mejores cosas del mundo. No todo el mundo entiende eso.
No sé qué tengo en la cara, pero la gente se me pone a hablar de cualquier cosa. Como si yo quisiera escucharles, como si yo hubiera preguntado. Caen las once de la noche, ese momento que he esperado durante toda la tarde. El mejor momento del día. Y aparece El De Seguridad, y me cuenta que nació en nosédónde, y que se vino aquí por su hijo, pero que sino él viviría allí, pero que qué le va a hacer. Mientras él blablabla yo pienso en que no me importa nada de lo que me está contando, en que llevo toda la tarde hablando con gente, contestando mil preguntas y en que quiero que se vaya. Es buena gente, pero quiero que se vaya.
A veces viene El De Mantenimiento, que se va a las diez y media. Y tres cuartos de lo mismo. Los últimos veinte minutos antes de finalizar su turno los pasa en el mostrador de la recepción, preguntando cualquier tontería. Y vuelvo a pensar lo mismo: es buena gente, pero quiero que se vaya. Vete, cállate y vete; pienso mientras él parlotea.
La Otra De Seguridad a veces me llama por si necesito algo. ‘Hay que ver, una chica sola, a estas horas de la noche. No sé cómo pueden dejarte ahí sin nadie más’, me dice. ‘No, si a mí me encanta’. ‘Ah, sí?’ ‘Sí. El silencio, estar sola. No me molesta para nada’.
A veces no sé (ni quiero) ser sutil.

Me gusta el hotel de noche. No se escucha nada. Excepto algún fantasma que al caminar hace crujir la madera. Fantasmas de verdad, no de los otros.

 

Ni un alma

 

Dicen que en ese sofá se suele sentar el fundador del hotel a leer por la noche. Murió hace diez años.

Dicen que en ese sofá se suele sentar el fundador del hotel a leer por la noche. Murió hace diez años.

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Taxi

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– Buenas noches.
– Buenas noches.
– A Arco 1246, por favor.
– Cómo no.

 

– ¿Usted es un taxista de los que hablan o de los que callan?
– Depende del pasajero.

– ¿Usted es una pasajera de las que hablan o de las que callan?
– Depende del taxista.

 

 

– ¿Es usted feliz?
– Mmm… Bueno, no me falta el trabajo, me gusta conducir así que puedo decir que me gusta mi trabajo. Tengo una familia a la que quiero, con nuestras cosas, como pasa en todas las familias; pero nos queremos. No me sobra demasiado, pero tampoco me falta. No sé si eso es suficiente para ser feliz. Aunque sí, en mi caso podría decir que lo soy.
– Entiendo.
– ¿Usted es feliz?
– No lo sé. Es una pregunta que nunca he terminado de entender del todo.
– ¿Pero las cosas le están yendo bien?
– Sí, me están yendo bien.
– Empezar de cero no es fácil.
– No, no lo es.
– ¿Tiene usted gente que la quiere?
– Más de la que pensaba, y más de lo que creía.
– ¿Tiene trabajo, un hogar (con uno pequeño es suficiente, siempre que sea acogedor)? ¿Tiene ilusiones?
– Sí. Tengo todo eso.
– Entonces usted es más feliz de lo que cree.

 

 

– ¿Cuánto le debo?
Cuánto le debo.

Se hizo esperar… pero llegó.

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Mis noches suelen ser bastante rutinarias. Llego a casa, ceno algo rápido y calentito (recuerden que por el hemisferio sur estamos a puntito de entrar en el invierno) y me meto en la cama con el portátil (no tenemos tele, así que todo el ocio se basa en lo que pueda ofrecernos internet -cuando funciona bien- o algún libro que podamos ir comprando de vez en cuando).

Una de esas noches, la de hace justo una semana, estaba yo ya en la cama, tapada hasta la barbilla, pasando el rato. Decido, como cada noche, meterme en Facebook para revisar mensajes, fotos y otras chorradas. Pero, para mi sorpresa, la mayoría de textos visibles en ese momento eran actualizaciones de estado de mis amigos patagónicos: «¡¡NIEVE!!», «¡ESTÁ NEVANDOOOOO»!, «¡¡ARRANCÓ LA PRIMERA NEVADA!!». De un salto, me puse en pie y volé hacia la ventana, corrí las cortinas y vi la nieve caer por primera vez en esta localidad.

La última vez que vi nevar fue en Barcelona, el 8 de Marzo del 2010. Pero al cabo de algunas horas, la nieve se había esfumado. Si bien todavía no hemos entrado en el invierno, cuentan por estas tierras que otros años empezaba a nevar a primeros de Mayo, y que este año se estaba haciendo de rogar. Pero que cuando viniera la nieve, vendría a por todas. Y así ha sido.

Ésta era la estampa desde mi ventana al día siguiente:

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Os imaginaréis mi cara. Estaba alucinada, no podía creer que todo estuviera tan blanco. Todo es hermoso cuando está cubierto de blanco, os lo aseguro. Tengo la suerte de vivir en un lugar precioso, pero verlo todo nevado lo hace tan especial… La nieve tiene algo mágico. Imagino que luego uno se acostumbra, con el paso de los días; pero la primera nevada gusta a todos, sorprende a todos, todos los años, por más años que pasen. Así lo dicen los lugareños.

 

Éste era el aspecto del jardincito de la comunidad de vecinos en la que vivo:

El jardincito

 
Los que hayáis caminado sobre la nieve, sabréis el sonido que hace cuando uno la pisa, paso tras paso. Definitivamente, ese crujidito se ha convertido en uno de mis sonidos favoritos (junto con el de los sonajeros cilíndricos, o el de descorchar vino -no tanto el de descorchar cava-).

Mi cerebro hemisferionorteño, evidentemente, quedó algo confundido. Tenía que pensarlo dos veces antes de desear una Feliz Navid… es decir, una Feliz Nevada.

Miel, flores, caramelo

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No sabía cuál elegir. Aunque le gustaban los vinos, no entendía de ellos. Llevaba unos minutos frente a la góndola, buscando en las etiquetas de las botellas una pista, algo que le hiciera decidirse.

-¿Blanco o tinto? –dijo alguien tras ella.

Cuando se dio la vuelta, vio que era aquél hombre con el que había coincidido en un par de ocasiones. Lo conoció hacía unos meses en la inauguración del teatro. Tres meses después, volvió a verlo en una feria de artesanos. Le compró un tarro de mostaza que él mismo cultivaba y elaboraba.

-Blanco –le dijo con una sonrisa-. Quiero tomar una copa cuando llegue a casa.
-¿Te gustan dulces?
La miraba fijamente. Era muy alto, de piel blanca y cabello anaranjado. A ella no le parecía guapo, ni siquiera atractivo; pero tenía algo que conseguía seducirla.
-Mmm… ¿los dulces no suben más a la cabeza? -dudó.
Con un gesto rápido y enérgico, tomó una botella de uno de los estantes y se lo mostró.
-Éste no.
Ella meditó durante unos instantes.
-No se hable más. Me llevo ése –dijo finalmente.
-Yo te lo regalo.
Apenas se conocían, así que le cogió por sorpresa el propósito. Se ruborizó. Él se dio cuenta.
-De eso nada –logró decir-.  Haré caso de tu sugerencia, pero lo pago yo.
Ella hizo el ademán de sacarle la botella de las manos, pero él la esquivó.
-No, yo te lo regalo –repitió él, clavando sus ojos de pestañas rubias en los ojos moros de ella.
-De acuerdo, acepto -se rindió.
-Bien, enseguida vuelvo.

Mientras ella elegía un zumo en otro de los pasillos del supermercado, él volvió con la botella.
-Aquí tienes. Le han puesto una etiqueta conforme ya está pagada.
-Gracias –sonrió bajando la mirada mientras recibía la botella. Se abrazaron y se dieron un beso en la mejilla-.  No tenías por qué.
-La próxima vez que nos encontremos me dices qué te ha parecido.
-Así lo haré.
-Hasta pronto.
-Cuídate.

El vino sabía a miel, a flores, a caramelo. Sin duda el mejor vino blanco que ella había probado hasta el momento.
Algún día se lo diría. El día en que volvieran a encontrarse.

Besando el suelo de la tierra que me vio llegar

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El otro día me caí.

Era de noche, pero no voy a echarle la culpa ni a ella ni a la escasa iluminación existente en el momento en que me fui al suelo, porque todos sabemos que si hubiera habido luz me habría caído igualmente.
En mi defensa diré que ese día estaba muy cansada y tenía sueño, lo cual no ayudó. Resumiendo: torpe + oscuridad + sueño = porrazo asegurado.

Los hechos se sucedieron así. Volvía para mi casa caminando tan tranquilamente. Era medianoche y no había mucha gente merodeando, lo cual agradecería más tarde. En esto que, así sin venir a cuento (porque no recuerdo haberme tropezado con nada), se me dobla el tobillo y mi metro sesenta y cuatro se estampa contra el suelo.
Tengo que aclarar que en el lugar en el que vivo no están todas las calles asfaltadas. En el centro las carreteras sí lo están, pero las aceras son bastante irregulares, y algunas de ellas son de tierra o ripio. Yo me caí en una de ésas. En cuanto me fui al suelo me levanté tan rápidamente (en plan «aquí no ha pasado nada») que ni miré si me había hecho daño, aunque me dolía todo; y me fui derechita para casa, bien erguida.
Cuando llegué me inspeccioné. En la rodilla derecha, mis leggins tenían un boquete tan grande como una pelota de golf. Cuando me los saqué y me vi la pierna, entendí porque me dolía tanto. Además, en la palma de mi mano izquierda una china me había hecho un agujerito justo donde nace una de las líneas de la mano (un dolor que ni te cuento) y se me había llenado de tierra.

Así que, después de mirar y requetemirar las heridas (hacía tanto tiempo que no me dañaba así que hasta me puse morbosa), le eché un par y me las lavé con agua y jabón lo mejor que pude, me tomé un paracetamol (me había dado la risa floja, me pasa a veces cuando me duelen mucho las piernas) y me fui a la cama. Tuve que dormir con la pierna fuera porque no podía soportar que la sábana me rozara siquiera. Hasta el tercer día no pude usar tejanos.

Puedo asegurar que las fotos no le hacen justicia. En directo era hasta bonita la combinación de colores: rojo, burdeos, morado, berenjena, marrón... muy otoñal.

Puedo asegurar que las fotos no le hacen justicia. En directo era hasta bonita la combinación de colores: rojo, burdeos, morado, berenjena, marrón… muy otoñal.

Hoy, tras una semana, aun tengo costrita. Y es que menudo hostión.