Ella recordaba cuando él tocaba la guitarra con su cuerpo. Se sentaba detrás de ella, en la cama. Le tomaba la mano izquierda estirándole el brazo a modo de mástil, y con su mano derecha y la de ella tocaba sobre su obligo al ritmo de la música que solían escuchar mientras charlaban, o se sonreían, o simplemente se dejaban llevar; antes de tumbarse y volverse locos el uno por el otro.
Él recordaba tocarla, sentirla. Hacía tanto tiempo… Era una de esas noches. Una de las muchas en las que no se le iba de la cabeza. Sabía que nunca se le iba a ir. También sabía que nunca volvería a tenerla desnuda, suave, dulce, perversa. Generosa, tímida, ardiente. Húmeda. Recordaba como la abrazaba, la besaba. Ella besaba bien. Besaba muy bien. La acariciaba, la saboreaba y le hacía el amor, sin prisa, con cariño. Con un amor eterno. Como no lo solía dar.
Recordaba pasar la noche abrazados, desnudos, acariciándola hasta el amanecer cuando, como una Cenicienta, debía desaparecer.
La quería.
Ella sabía que estaría enamorada de él hasta el fin de sus días.
Él no recordaba ningún momento en el que no hubiera estado bien con ella, pero aunque la quería no recordaba amarla. Y no olvidaba recordarla.
No quería amarla, porque sabía que la destrozaría.
No quería que ella lo amara.
No quería que ella lo olvidara.
Yo no puedo sólo quererte.
¿Qué quieres de mí?
Nada. Sólo que estés. Ni siquiera quiero que me correspondas. Sólo que estés.
Sé feliz. O déjalo todo y vuelve a mí.