No es la primera vez (no sé si será la última) que digo que no salgo y acabo desayunando café con leche y crusán después de bailotear toda la noche.
El sábado celebramos el cumpleaños de mi hermana. Lo que empezó siendo una noche algo extraña acabó como no había terminado nunca, al menos para mí. Empezó con unas diez personas en casa que inicialmente no sabían muy bien como relacionarse entre ellas, y finalizó con los más guays (porque éramos los más guays, los demás nos hicieron un favor yéndose) saliendo a bailar (no, no, yo a bailar no voy, ¡pues toma, bocazas!) al lugar de siempre (bueno, de mis siempres, que son casinuncas).
Pero había un fin más allá del fin.
Habíamos llegado al local sobre cuya pista se suponía que íbamos a darlo todo a las cuatro de la mañana (dados los recortes que han hecho los de Transports Metropolitans de Barcelona, lo que debería ser un trayecto de media hora duró una hora entera. Gracias TMB). Cuando a las seis nosotros estábamos bailando como nunca, con el subidón a flor de piel, nos encendieron las luces. Todos tuvimos la sensación de que nos habían robado una parte de noche (y lo habían hecho. Los de TMB).
Mientras salíamos a la calle, alguien dijo ¿nos vamos de after? Así que nos fuimos de after.
Yo no había ido a un after en mi vida, porque siempre he considerado que esos lugares son decadentes y están llenos de gente puesta hasta las cejas. Pues efectivamente era así, decadente y con gente puestísima, aunque tengo que decir que había mejor ambiente del que imaginaba. La mayoría de clientes eran hombres (dos perfiles: el típico armario ropero y el típico pureta, ambos con las pupilas como discos de cuarenta y cinco revoluciones) y transexuales del barrio (mi hermana se encontró a una clienta suya).
A mi amiga le ofrecieron coca dos veces en los baños. A mí ninguna. Debo tener la cara menos after de la historia.
La anécdota del after (a parte de que ir a un after ya es anécdota de por sí): mi hermana y yo nos vamos a sentar a una mesita redonda que había en un rincón. De golpe y de repente viene un tío de dos de alto por dos de ancho con los ojos como el carbón, se sienta al lado de mi hermana y nos dice «¡mesa camilla, mesa camilla! ¡Mujeres y hombres y viceversa!», con una emoción tanto exagerada como incomprensible para nosotras. Las dos nos miramos y soltamos algo en plan pero qué dice el flipado este y el tío, viendo que no le seguíamos el rollo, se levanta y se va como si nada. (Otro nos habría partido la cara por bordes, pero no fue el caso. Por eso digo que el ambiente dentro de todo era bastante tranquilo.)
En menos de una hora volvemos las dos a sentarnos en el mismo lugar (desde luego, no estábamos muy afters). A los tres minutos aparece ¡el mismo tío!, se vuelve a sentar al lado de mi hermana y suelta, con la misma emoción de hace una hora: «¡Mesa camilla! ¡Mujeres, hombres y viceversa! ¡Confesión, confesión!». Pero bueno, ¿¿otra vez??, dijo alguna de nosotras. El chavalote se vuelve a levantar y se vuelve a ir.
Te debes tirar media vida en el gimnasio, otra media metiéndote mierda, y el tiempo que te sobra lo dedicas a ver Mujeres, hombres y viceversa. ¡Bravo!
Al cabo del rato dije a la troupe que quien quisiera venirse conmigo a desayunar pues perfecto, y el que no, pues que le aprovechara la noche (o la mañana, porque ya eran las nueve), pero lo que es una ya había tenido bastante.
A las once entré por la puerta de casa con un café y un crusán entre pecho y espalda, y un buen montón de risas acomuladas durante buena parte de la noche. Y de la mañana.